Artículo publicado en el diario La Opinión el 19-11-2020
La pandemia nos ha abocado a la infodemia, una patología que se ha convertido en grave por la mala gestión de la información de lo que estamos viviendo y sus consecuencias. Y esa mala gestión de la información por parte de todos los gobiernos y de los medios de comunicación nos destroza y destruye nuestro ser vivo. A la adicción al móvil y a la información (´infoxicación´) ha seguido lo que la Organización Mundial de la Salud ha denominado ´infodemia´ o pandemia de desinformación. Lo que podría llamarse también ´desinfodemia´ como hacen los bibliotecarios, y que se ha visto agravada durante el impacto del Covid-19.
Estos trastornos de la salud mental y digital, que en algunos casos llegan a ser severos, están relacionados con la sensación de incertidumbre que tiene la ciudadanía asustada, y que la ha transformado en miedo. Y tememos que se pueda manifestar en conductas irracionales por el exceso de soledad, ansiedad, desconfianza, incertidumbre sobre el futuro laboral, o pueda abocar a algunas personas a un estrés insuperable.
Se dan muchas condiciones a favor de que se den respuestas paranoicas en las encuestas que se hacen en los estudios sobre la opinión pública, como se ha visto recientemente. Hacer encuestas con estas circunstancias y con un estado de gran desconfianza ciudadana es delicado, porque habría que valorar los resultados teniendo en cuenta que pueden reflejar no tanto una opinión política, sino el estado psicológico en que se vive.
En estas condiciones, los responsables de las medidas sanitarias relativas a la limitación de la movilidad de la población y a la suspensión de algunas actividades económicas y sociales como la restauración, deberían haber explicado mejor que lo que se busca es el bien común de toda la sociedad y no aferrarse a la poltrona del poder. Porque cada político explica y pide medidas según su particular modo de contabilizar votos.
Y por su parte, los medios de comunicación tampoco han jugado un papel esclarecedor, porque han presentado muchos titulares, pero explicado poco el contenido, por dos razones. Por una, porque los gobiernos no han facilitado los contenidos necesarios y precisos por su ausencia de transparencia. Y, por otra parte (digámoslo sin tapujos) porque la mayoría de los medios depende de la publicidad institucional y de las grandes empresas y están sutilmente obligados a no molestar demasiado. Es una pena comprobar que el papel de contrapeso del llamado cuarto poder se ha devaluado por causa de las crisis sucesivas (económicas y políticas) en la que están inmersos.
¿Dónde han quedado aquellos aires de libre opinión que fortalecían a nuestras democracias? Nos sentíamos más fuertes cuando interpelaban con verdadera independencia lo que ocurría en las esferas del poder tanto si era político como económico o de otro tipo. Actualmente, por el contrario, se ha impuesto lo que llaman la aversión a la disonancia informativa, que no es otra cosa que no desequilibrar esas creencias que se han conformado como la base intocable del sistema.
Así, podemos observar con mucha tristeza que el Consejo de la Transparencia y Buen Gobierno ha tenido que hacer más de veinte resoluciones durante este largo periodo de pandemia por la negativa a responder al derecho a saber de la ciudadanía. Y la mayoría de las veces ni siquiera se responde, sino que se da el rechazo por silencio administrativo. Esta mala praxis esta invadiendo muchas administraciones y en nuestra región más si cabe. La ley dispone claramente que la Administración está obligada a dictar resolución expresa y a notificarla. Pero hoy nos tenemos que preguntar si tendremos que reiniciar un proceso de implantación de lo que es el derecho a saber, porque necesitamos una cultura de transparencia que los políticos no han asumido, y nos tenemos que preguntar con amargura y decepción si están dispuestos a cumplir la ley.
Porque lo que realmente pasa es que con esos silencios lo que quieren unos y otros es sabotear la legislación que garantiza la transparencia en la gestión pública, sea regional o estatal. Ahora se juega (como ha pasado casi siempre) a que las reclamaciones terminen en un largo y tedioso procedimiento contencioso, para que cuando llegue la victoria del reclamante, el político de turno ya no esté en la posición de mando.
Por tanto, necesitamos con urgencia una ley clara y con un régimen sancionador con plena capacidad e independencia y medios para que los organismos de control, los Consejos de Transparencia, no sean los ´bonsáis´ de nuestro ordenamiento jurídico: sirven de adorno de nuestro sistema pero que se ponen en un rinconcito de ese escaparate que han llamado ´buen gobierno´.
Sigo a Unamuno cuando afirmó: mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad de uno mismo. Seguir ese camino es la mejor forma de combatir las ´posverdades´, porque no hay nada más peligroso que quienes no practican esa máxima debiendo hacerlo pretendan enredarnos con otros entramados para combatir cualquier ataque externo de posverdades. Lo más efectivo es fomentar una sociedad transparente, unas Administraciones públicas abiertas, un buen gobierno que rinda cuentas y unos organismos independientes de control con medios y normas efectivas, en donde se pueda sancionar desde el primer escalón del Estado que no cumpla, hasta el último de la escala de la administración pública, pero empezando por arriba, para dar ejemplo.
Por las encuestas, parece que la ciudadanía ha renunciado a pillar a los mentirosos antes que a los cojos. Y tenemos que evitar que esta pandemia se convierta en una especie de prisión continua, porque para salir de esa situación mental los laboratorios no han preparado vacuna. No sea que terminemos sanando el cuerpo y perdiendo el sentido y el olfato político, cosas que pueden quedar como secuelas de lo que estamos viviendo.
La verdad no vendrá con las dosis de Pzifer, sino con su fortalecimiento, y si somos capaces de convertirla de valor desconocido a un valor presente en nuestras vidas.